La novela de Tom Hanks Otra gran obra maestra del cine (editada este año en España por Roca Editorial) es un viaje al mundo del cine, a la vida de su autor y a la de cualquiera que viva entre los fantasmas del pasado. En un pueblo de Estados Unidos, en 1947, un niño llamado Robby descubre su pasión por los cómics gracias a su tío Bob, un veterano de guerra y motociclista. En 1971, Robby transforma a su tío en el protagonista de un cómic, La leyenda del pirómano, protagonizado por un misterioso marine que salva a sus hombres con un lanzallamas. En 2020, una película al estilo de Marvel reúne al Pirómano y a una superheroína, la Guerrera Insomne.
¿Habrán de amarse? ¿Dejará él de ser un ángel exterminador? ¿Podrá ella dormir?
¿De dónde surgió la idea de esta novela?
Hay películas que cuentan el proceso creativo desde dentro. Pienso en Truffaut, Fellini… Pero nunca he leído una novela que cuente ese proceso desde la idea inicial hasta el estreno en la sala.
¿Cómo explica ese proceso?
Se resumen en que nadie debe convertirse en un problema, porque durante el rodaje de una película hay que resolver todo tipo de inconvenientes.
Casi todas las grandes historias, de Ciudadano Kane a Batman, tienen sus raíces en la infancia.
Todos los grandes escritores y directores que conozco tienen un acontecimiento, un encuentro o una imagen misteriosa que tarda años en germinar. En mi caso, hablaría de algunos viajes. Tenía siete años. Mis padres estaban separados. Mi hermano vivía con ella, en un pueblo como el de la novela, y yo estaba con mi padre en otra ciudad. A veces, para ir de una casa a otra, me subían a un autobús con mi hermano y a veces iba solo. Eran viajes de cinco horas en los que leía las historietas que compraba en la estación con un dólar. Los Cuatro Fantásticos, Spider-Man, toda La Liga de la Justicia, Batman, El Increíble Hulk, Thor, Capitán América… No sólo los leí, los estudié como libros de texto. ¿Sabe por qué?
¿Por qué?
Solo necesitas 20 minutos para leer un cómic y yo tenía horas disponibles, así que los estudiaba. Los cómics están hechos en bloques, tienen un ritmo narrativo, son como guiones. Son muy visuales, con mucha acción, diálogos rápidos y bocadillos que muestran pensamientos. En el autobús, mi mente vagaba por la ventana, el mundo pasaba rápidamente en escenas y mi mente siempre estaba inventando historias sobre lo que veía. Después las proyectaba en un rectángulo de vidrio, en la ventana del autobús.
Como una pantalla
Exacto. Los cómics en el autobús fueron mi primera escuela de cine. Los paisajes eran un plano muy lejano; el conductor de un camión al que que adelantábamos podía aparecer cerca, en un primer plano. Veías si cantaba, fumaba, tomaba café, te hacías una idea por su forma de vestir, te imaginabas su vida, lo relacionabas con un maestro, con tu padrastro… Terminaba preguntándome ¿de dónde viene? ¿Qué estará pensando? ¿A dónde va? ¿Cómo es su vida?
Una de las fuerzas impulsoras de la novela son las cartas que escribe a casa el tío Bob, que lucha contra los japoneses en el Pacífico.
¿Hay cartas así en su familia?
Cuando murió mi padre, mi hermano mayor recibió una caja con objetos suyos. Él y mi padre estaban muy unidos. También nos llegaron las cartas que envió a su madre cuando estaba en la guerra, en la Marina, en algún lugar del Pacífico Sur. La letra de mi padre era tan mala como la mía. Algunas cartas no decían absolutamente nada y otras contaban absolutamente todo sobre su experiencia, excepto dónde estaba. Lo tenía prohibido. Ponía: “Estoy en un lugar lleno de gente.
Algunos niños hablan de cohetes, naves espaciales y de ir a Marte”. Para sus enemigos utilizaba la palabra “japo”. En una carta estaba también la relación de mi padre con su madre, que era problemática, y con la Marina. Fue el período más infeliz de su vida, tenía 19 años, toda su vida por delante él, pero no sabía cuánto tiempo tendría que permanecer allí. Bueno, esa carta que estoy citando está enmarcada en mi oficina, la guardo para mis nietos y me recuerda el poder con el que unas pocas palabras pueden expresar el carácter de una relación. Es un documento extraordinario.
¿Es el libro también una respuesta a esa carta?
En cierto modo sí.
Hábleme de los lanzallamas.
Un lanzallamas quema edificios e incinera a humanos. Es un arma incontrolable, impulsada por gelatina inflamable a presión. O sea, napalm. Lanza ráfagas de 10 segundos cada una. Y rara vez causa una muerte instantánea, más bien causa muertes lentas y dolorosas. No hay guerras justas o injustas para el lanzallamas. Fue una de las principales armas en la guerra del Pacífico contra los japoneses. Lo utilizaban jóvenes de 19 años que un año antes iban al instituto. ¿Qué sentían al apretar el gatillo? No lo sé. Me imagino los gritos, el humo, el olor de la carne quemada del enemigo. No sé cómo alguien puede volver de ese horror y vivir con él por el resto de su vida.
Prometeo robó el fuego de los dioses y fue castigado…
El fuego del lanzallamas no es el fuego que se utiliza para cocinar, para calentarnos, para iluminarnos, para contarnos historias en una cueva o junto a la chimenea… No puedo imaginar un arma más perversa.
Me acuerdo de su personaje en ‘Náufrago’ (2000), que encendía un fuego salvador. En esa película había un paquete que el náufrago no abría, aunque estaba en una isla desierta. Esperaba a entregarlo a su dueño. ¿Qué había dentro?
Al director, a Robert Zemeckis, le gusta decir que había un teléfono satelital con paneles solares que no usó. Ahí terminó la historia. Para mí hay lo mismo en el interior que en el Halcón Maltés o en el monolito de 2001, Odisea en el espacio. Es un McGuffin hecho del material del ensueño y es más inspirador que cualquier cosa concreta. Más que los móviles, que nos han arruinado la vida.
¿En qué sentido?
El teléfono ha destruido la mera posibilidad de compartir una comida con otros. El teléfono está hecho para distraernos.
En Tienes un e-mail hablaba del amor en la época de los correos electrónicos. ¿Recuerda el primer correo electrónico que escribió?
Se lo envié a John Turteltaub, un amigo director: “Oye, te envío mi primer correo electrónico”. Qué decepción, ¿eh? Lo prefiero al teléfono, es una comunicación instantánea, pero es escrita. A cambio, no queda, no da una experiencia táctil. Elimina la distancia del espacio, no del tiempo, que es lo que hacen los objetos físicos, los libros y los manuscritos. Hay un amigo al que le escribía cuando era joven e interpretaba a Shakespeare. Él me escribió: “Sabes, no sé por qué la gente se queja tanto de la Oficina de Correos de Estados Unidos. Mira, una carta no tarda tanto en llegar de Sacramento a Cleveland, porque estoy escribiendo esta carta ahora mismo, mientras escribo, y tú la estás leyendo ahora mismo, mientras lees. Así que, ¿cuál es el problema?”.
Hace días usted denunció que utilizaron su rostro y su voz, alterados por inteligencia artificial, para anunciar una clínica dental.
En realidad, ni siquiera había dentista. Estaban usando una versión falsa de mí para robar información personal de cualquiera que creyera en el anuncio… Sabía que sucedería algo así tarde o temprano. Soy laico y soy historiador, sé que ya hemos vivido estos shocks… Pensemos en la anécdota de las primeras proyecciones de cine, cuando los espectadores salían del teatro porque pensaban que el tren los iba a atropellar. Con la IA estamos en un momento parecido.